Sínodo es nombre de Iglesia», escribió bellamente San Juan Crisóstomo. La Iglesia puede ser llamada sínodo. Por eso, difícilmente la Iglesia reflejará su identidad si no se manifiesta como sínodo, como sinodalidad en permanente ejercicio. Resulta significativo que la celebración del jubileo del año 2000 se haya apoyado, en gran medida, en la celebración de los sínodos. Ha sido uno de los compromisos más resaltados por Juan Pablo II desde la publicación de la Tertio millennio adveniente: con el Vaticano II se abría una preparación inmediata, de «tono nuevo, desconocido hasta entonces», constituyendo un «anuncio de tiempos nuevos» (n. 20), que ha sido favorecido por «la serie de sínodos iniciada [...] sínodos generales y sínodos continentales, regionales, nacionales y diocesanos. El tema fundamental es el de la evangelización» (n. 21). En las presentes páginas se pretende una breve reflexión y un primer acercamiento a esta realidad de la Iglesia. Se centran en el ejercicio de la sinodalidad en el nivel más concreto de las iglesias locales, pero sobre el trasfondo del contexto de la situación actual de la Iglesia.
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